jueves, 8 de agosto de 2013
MENSAJE DE JUAN PABLO II A LAS CLARISAS CON MOTIVO DEL VIII CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SANTA CLARA
Estas fueron las palabras que dirigió Juan Pablo II a las clarisas el 11 de agosto de 1993, con motivo del VIII centenario del nacimiento de Santa Clara y que recuperamos.
Queridas religiosas de vida contemplativa:
1. Hace ochocientos años nacía Clara de Asís en el seno de la familia del noble Favarone di Offreduccio.
Esta mujer
nueva, como han escrito refiriéndose a ella en una carta reciente los
ministros generales de las familias franciscanas, vivió como una pequeña
planta a la sombra de san Francisco, que la condujo a las cimas de la
perfección cristiana. La celebración de esta criatura verdaderamente
evangélica quiere ser, sobre todo, una invitación al redescubrimiento de
la contemplación, de ese itinerario espiritual del que sólo los
místicos tienen una experiencia profunda. Quien lee su antigua biografía
y sus escritos -la Forma de vida, el Testamento y las cuatro cartas que
se han conservado de las muchas dirigidas a santa Inés de Praga-
penetra hasta tal punto en el misterio de Dios, uno y trino, y de
Cristo, Verbo encarnado, que permanece casi deslumbrado. Esos escritos
están tan marcados por el amor que en ella suscitó el mirar ardorosa
y prolongadamente a Cristo, el Señor, que no es fácil referir lo que
sólo un corazón de mujer pudo experimentar.
2. El
itinerario contemplativo de Clara, que se concluirá con la visión del
«Rey de la gloria», comienza precisamente con su entrega total al
Espíritu del Señor, como hizo María en la Anunciación. Es decir,
comienza con el espíritu de pobreza que no deja nada en ella, salvo la
simplicidad de su mirada fija en Dios.
Para
Clara la pobreza -tan amada y citada en sus escritos- es la riqueza del
alma que, despojada de sus bienes propios, se abre al «Espíritu del
Señor y a
su santa obra», como un recipiente vacío en el que Dios puede derramar
la abundancia de sus dones. El paralelismo entre María y Clara aparece
en el primer escrito de san Francisco, en la Forma vivendi dada a Clara:
«Por inspiración divina os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y
sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu
Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio».
A
Clara y sus hermanas se las llama esposas del Espíritu Santo: término
inusitado en la historia de la Iglesia, donde la religiosa, la monja
siempre es calificada como esposa de Cristo. Pero resuenan aquí algunos
términos del relato lucano de la Anunciación (cf. Lc 1,26-38), que se
transforman en palabras-clave para
expresar la experiencia de Clara: el Altísimo, el Espíritu
Santo, el Hijo de Dios,la sierva del Señor, y, en fin, el cubrir con su
sombra, que para Clara es la velación, cuando sus cabellos, cortados,
caen a los pies del altar de la Virgen María, en la Porciúncula, «como
delante del tálamo nupcial» (cf. LCl 8).
3. La obra
del Espíritu del Señor, que se nos dona en el bautismo, consiste en
reproducir en el cristiano el rostro del Hijo de Dios. En la soledad y
el silencio, que Clara elige como forma de vida para ella misma y para
sus hermanas entre las paredes paupérrimas de su monasterio, a mitad de
camino entre Asís y la Porciúncula, se disipa la cortina de humo de las
palabras y las cosas terrenas, y
se hace realidad la comunión con Dios: amor que nace y se entrega.
Clara,
tras contemplar en la oración al Niño de Belén, exhorta con las
siguientes palabras: «Dado que esta visión de él es esplendor de la
gloria eterna, fulgor de la luz perenne y espejo sin mancha, lleva cada
día tu alma a este espejo… Mira la pobreza de aquel que fue recostado en
un pesebre y envuelto en pobres pañales. ¡Oh admirable humildad y
pobreza, que produce asombro! ¡El Rey de los ángeles, el Señor del cielo
y de la tierra, está recostado en un pesebre¡» (4CtaCl).
Ni
siquiera se da cuenta de que también
su seno de virgen consagrada y de «virgen pobrecilla» unida a «Cristo
pobre» se convierte, por medio de la contemplación y la transformación,
en cuna del Hijo de Dios (Proc IX,4). En un momento de gran peligro,
cuando el monasterio está a punto de caer en manos de las tropas
sarracenas reclutadas por el emperador Federico II, la voz de este Niño,
desde la Eucaristía, la tranquiliza: «¡Yo os protegeré siempre!».
La
noche de Navidad de 1252, el Niño Jesús transporta a Clara lejos de su
lecho de enferma, y el amor, que carece de lugar y tiempo, la envuelve
en una experiencia mística que la introduce en la profundidad infinita
de
Dios.
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