miércoles, 5 de febrero de 2014
REFLEXIÓN SOBRE EL EVANGELIO DEL DOMINGO V T.O.
Jesús
ha elaborado el programa de la misión para proclamar e iniciar el
Reinado del Señor. Jesús se propone como la luz verdadera con la que el
Señor ilumina el mundo. Con él, Dios se deja ver. Y elige a sus
seguidores y los incorpora a su misión. También ellos deben ser como él
luz y sal, como su vida y doctrina lo está haciendo para los habitantes
que viven en los pueblecitos de Galilea. Pero así como la luz y la sal
no existen para sí ni por sí mismos, sino para ver otras realidades y
darle sabor a las comidas, así el discípulo no tiene razón de ser por sí
mismo, sino para proclamar el Reino.
Y el Reino se proclama con buenas obras. Éstas tienen una doble vertiente: las relaciones internas que hacen al discipulado símbolo de la presencia del Señor ―para ser el primero hay que servir― y las acciones
encaminadas a dignificar la vida de los demás. Las obras de amor son
antes que las palabras de consuelo. Las bienaventuranzas señalan cuáles
son las buenas obras de los discípulos.
Hay acciones que sólo buscan nuestros intereses; las hacemos porque nos
convienen a las pretensiones que tenemos en la vida. No nos importa si
son buenas o malas; si les cae bien a los que nos rodean; o más aún les
hacen daño. La luz sólo ilumina nuestros ombligos, nuestras ideas
sometidas a nuestros egoísmos. Estas actitudes las condena Jesús
tajantemente y sentencia: que no sepa tu mano derecha lo que hace la
izquierda. Es el fariseo que se ensalza a sí mismo ante el Señor,
despreciando al pobre publicano pecador. Cuando Jesús manda lo
contrario: que nuestras obras iluminen a los demás, indica que nuestra
vida debe ser un vehículo del amor de Dios a su criatura, para que el
Señor reine en todos por medio de nuestra obediencia a su amor. Ello
destruye el yo egoísta y ensalza la vida y las relación con los demás.
F. Martínez Fresneda, OFM
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